En cualquier época de la historia, las personas se han afanado en la
consecución de bienes materiales: cabezas de ganado, campos de cultivo, objetos
de uso cotidiano, productos de lujo, etc.
En suma, todo aquello que sirve para cubrir las necesidades humanas, desde las
más básicas (alimento, vestido, cobijo, salud), hasta las más refinadas (ocio, prestigio,
posición e influencia social). Son pues muchos los fines para los que puede
usarse la riqueza, que ofrece innumerables posibilidades a quienes la poseen.
Pero si bien este es un hecho recurrente desde las primeras comunidades
humanas, recientemente ha experimentado una importante intensificación. Vivimos
en un mundo en que la mentalidad capitalista ansía convertirlo todo en mercancía,
llegando a equiparar el éxito en la vida e incluso la felicidad del individuo
con su capacidad económica y la acumulación de todo tipo de bienes. Tenemos
ante nosotros una infinita variedad de servicios y artículos a la venta, muchos
de los cuales pueden ser beneficiosos para el comprador, al que proporcionarán alguna utilidad o satisfacción más o menos evidente.
El problema estriba en el continuo acrecentamiento de las “necesidades”
de los consumidores: la economía de mercado se autoalimenta mediante la
creación incesante de novedosos
estímulos comerciales. La constante aparición de nuevas mercaderías tiene un
efecto positivo en cuanto posibilite mejorar la calidad de vida de las personas
y no conlleve aparejados perjuicios de tipo social, medioambiental, o de otra
índole. Sin embargo, sería deseable educar a los ciudadanos en hábitos de
consumo, para que lo lleven a cabo de manera consciente y comprometida. Frente
a la omnipresencia publicitaria del “comprar más” debería insistirse en
“comprar mejor”.
Ello serviría al propósito de no reducir a la persona a ser mero
usuario de productos, cliente de experiencias y espectador de la vida. Pienso
que racionalizar el uso del dinero y efectuar un consumo coherente redundaría
en un aumento de nuestra autonomía y capacidad de decisión; en una mayor
libertad, bien entendida.
En resumen, la riqueza proporciona al ser humano un abanico casi infinito
de posibilidades. El dinero es una herramienta muy útil que amplía opciones y
facilita el día a día. Pero nunca debe convertirse en la única o más importante
aspiración vital. Podríamos considerarlo un medio que contribuye a la construcción
de la felicidad o a la realización personal, pero jamás servirá para reemplazar
lo que verdaderamente define a un ser humano: su carácter y sus acciones.
El dinero no corrige los defectos, no agudiza la inteligencia, ni
mejora la educación. De hecho, una persona bien formada apreciará mejor
sus posibilidades. En este sentido, lo realmente importante es el uso que
podemos hacer de él: Cicerón dejó escrito que la mayor ventaja que tiene la
riqueza es que proporciona la oportunidad de hacer el bien, que prefería a un
hombre carente de riqueza que a un rico carente de humanidad, y advirtió que no
solamente la fortuna es ciega, sino que frecuentemente, vuelve ciegos a
aquellos que abraza.
Así, como contrapunto al consumismo compulsivo y las insatisfacciones que genera un modo de vida regido por la avidez económica, en la próxima entrada se ofrecerán algunos ejemplos de personajes del mundo antiguo que mostraron indiferencia, rechazo, o incluso desprecio frente a la riqueza.
Hola Guillermo,
ResponderEliminarEstoy totalmente de acuerdo con esta teoría, los más valientes son precisamente los que no caen en la trampa del consumismo.
Al final son los más inteligentes y los que poseen mayor riqueza interior.
Saludos Nerea Pérez
Buenos días Nerea.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario.
Me parece interesante la identificación que haces del consumismo con una trampa en la que se puede caer. Creo que es una metáfora razonable, y el símil es visualmente muy poderoso: el consumismo excesivo podría ser un tipo de trampa en la que cuanto más te adentras, más daño puedes sufrir y más complicado resulta salir de ella.
Un saludo y gracias por tu aportación.