miércoles, 19 de noviembre de 2014

La buena vida y la vida buena

El título de esta entrada es un guiño a mi amigo David Porcel, a quien escuché utilizar esta expresión por primera vez y con quien he dialogado en varias ocasiones sobre el tema.
Pese a la semejanza lingüística entre ambos conceptos: "vida buena" y "buena vida", lo cierto es que tienen significados y connotaciones muy diferentes. Por "buena vida" se entiende actualmente, al menos de forma coloquial, un modus vivendi caracterizado por la abundancia, el bienestar material, el relajamiento y el consumo ilimitado. El paradigma de esta “buena vida” viene a decir que el individuo tiene que dedicarse por entero a disfrutar. El problema es que en esencia, este planteamiento constituye un hedonismo superficial y mal entendido.
En su formulación originaria en la Grecia antigua, Epicuro y otros filósofos hedonistas argumentaron que las personas tienen que buscar el placer y evitar el dolor para alcanzar la felicidad. Pero estos pensadores eran conscientes de que debe existir un término medio, que es la moderación. Esta idea la ilustra acertadamente Platón cuando escribe en su República que: "el glotón engulle vorazmente cada nuevo plato que le sirven, sin detenerse a saborear adecuadamente el manjar que acaba de comer". Se trata por tanto de intentar disfrutar de todas las cosas en su justa medida, un verdadero carpe diem que quiere disfrutar de cada momento de la forma adecuada, y para ello hace falta detenerse un instante a “saborear” plenamente cada uno de los múltiples placeres que salen a nuestro encuentro cada día.
Por el contrario, la “buena vida” que se nos vende consiste fundamentalmente no en vivir y apreciar cada placer, sino en consumirlo de forma voraz mientras pensamos en las siguientes satisfacciones que nos aguardan. El ansia por la “buena vida” nos instiga a ser insaciables, a no tener nunca suficiente, a acumular los supuestos placeres uno tras otro en un ciclo sin fin.

Frente a este concepto, se opone el de la “vida buena”, que muchos intelectuales griegos y romanos asimilaron a vivir de acuerdo con la virtud. Decía Cicerón que: “el sabio evita unos placeres para obtener otros mayores, y sufre algunos dolores para evitar otros peores”. Por ejemplo, la práctica deportiva o el trabajo intelectual pueden suponer un sacrificio para algunos, pero sus resultados provocan un bienestar posterior que podría valorarse como superior a sus inconvenientes. Por el contrario, los excesos diarios en la comida y en la bebida pueden resultar placenteros, pero probablemente tengan consecuencias negativas a largo plazo en la salud física y mental del individuo.

Una parte esencial del concepto “vida buena” consiste la conciencia de haber obrado bien, independientemente de los resultados prácticos de nuestros actos. La satisfacción debe hallarse en estar conforme con lo que uno es y con lo que uno hace, independientemente de las consecuencias. Platón enunció esta idea de la siguiente forma: “Que la justicia es preferible a la injusticia, que vive bien el que obra justamente, y por tanto, que el justo es al mismo tiempo feliz, mientras que el injusto debiera sentirse desdichado”.

Pero por supuesto, todo lo dicho no son más que teorizaciones que distan mucho de ser universalmente aplicables. Cada individuo tiene que forjarse un criterio sobre el tipo de vida que quiere llevar, y que por tanto será “su buena vida”. Así, para contrapesar un poco la balanza y como apoyo para quienes discrepen de la concepción moralista planteada por los autores citados les dejo una frase de Voltaire, quien con su ingenio habitual, afirmó en una ocasión que: “el placer da lo que la sabiduría promete”.


jueves, 6 de noviembre de 2014

Renacimiento, Humanismo y Ética

Desde principios del siglo XX, cuando el estudioso británico William H. Woodward publicó Studies in education during the age of the Renaissance, 1400-1600, obra que sigue siendo un referente para los estudiosos de la actualidad, un elevado número de autores de diversos países han contribuido con sus trabajos a establecer y definir lo que se entiende por ‘cultura renacentista’, y sus más habituales términos derivados: ‘Renacimiento’ y ‘Humanismo’.

Lo primero que se percibe al adentrarse en la inmensa bibliografía dedicada al Humanismo y al Renacimiento es la complejidad de su definición, que ha dado lugar a gran variedad de interpretaciones diferentes. En opinión de Paul Oscar Kristeller, autor de El pensamiento renacentista y sus fuentes, resulta extraordinariamente complicado realizar afirmaciones categóricas referidas al Renacimiento, debido a su heterogénea manifestación en distintos países, su larga duración, y la amplitud de sus contenidos, que van desde la filosofía hasta la enseñanza pasando por las artes liberales y las ciencias. 

Consecuentemente, centrándonos en planteamientos generales y en aquellas ideas más repetidas por los investigadores, empezaremos por señalar que el Renacimiento es un periodo de la historia de Europa cuyo primer desarrollo podría situarse en el siglo XV italiano, aunque haya un precedente en el Trecento con figuras como las de Petrarca y su discípulo Boccacio. La cultura renacentista se expandió por buena parte de Europa a través de los manuscritos y las universidades, y aumentó su difusión enormemente a partir de la invención de la imprenta. Según Robert Black (Rennaisance Tought. A reader), la característica fundamental del Renacimiento en el terreno cultural es la aparición del Humanismo, que como movimiento cultural supone un retorno a la cultura clásica grecolatina, a la que se tomó como modelo de emulación.

En cuanto a los factores sociológicos, el Renacimiento supone una transformación importante en la sociedad medieval. Según José Luis Abellán, aparece ligado a cambios económicos, sociales, mentales y culturales. La cultura humanística es el pensamiento de una nueva época, una cultura urbana relacionada con el florecimiento de las ciudades y el crecimiento de la burguesía. A partir de estos momentos, el Renacimiento supone un vigoroso estímulo de la vida intelectual europea: en todos los campos del saber, los humanistas se afanan en emular y superar a sus reverenciados autores antiguos. Se sienten como enanos a hombros de gigantes porque al construir sobre los cimientos aportados por los clásicos están llevando la cultura europea a nuevas cimas. El saber renacentista es un saber con ambiciones globalizadoras: como bien dijo Mario Méndez Bejarano, los humanistas poseían un conocimiento enciclopédico y dedicaban sus esfuerzos a varias materias de la cultura simultáneamente. El resultado es, según Menéndez Pelayo, que algunos de los principales humanistas hicieron durante su vida la labor de un siglo entero de eruditos.

Entre las disciplinas más cultivadas por los humanistas y que tuvieron una época dorada en el Renacimiento se cuentan la pedagogía, retórica, filología, historia, gramática, varias materias científicas, y por supuesto, artes como la pintura, escultura, arquitectura o la música. En suma, los studia humanitatis que abarcaron en la mente de estos estudiosos todas aquellas materias relacionadas con el intelecto y la creatividad humana.


Por último quiero resaltar la finalidad ética que numerosos humanistas atribuyeron a las actividades culturales. Recogiendo las enseñanzas de autores antiguos como Quintiliano, que sostenían que el sabio debe ser al mismo tiempo un hombre bueno (vir bonus), fueron muchos los humanistas que incidieron en el valor formativo del estudio para la moral del individuo. Algunos también asimilaron las doctrinas de Sócrates y Platón, para quienes saber y virtud son términos casi sinónimos. Ejemplos de ello nos dan Erasmo, erudito y pacifista que siempre abogó por la resolución dialogada de los conflictos, y Luis Vives, cuyas palabras reflejan la necesidad de que conocimiento y ética vayan de la mano: “Humanidades se llaman estas disciplinas, hágannos pues humanos".