martes, 30 de diciembre de 2014

Faludy, Erasmo y los Días felices en el infierno.

Hace algún tiempo, mi tío Alfonso Martínez Galilea me regaló una biografía de Erasmo escrita por un autor húngaro de mediados del siglo XX al que no conocía: György Faludy.

La obra me gustó mucho, pues combina amenidad y erudición mientras reconstruye no solo la vida de Erasmo, sino también su mundo y su tiempo. A través de los ojos y la mente de Erasmo, Faludy nos permite acercarnos casi en primera persona a la época: los modos de vida, mentalidades, la cultura y la sociedad, se revelan al lector mediante los anhelos y preocupaciones de Erasmo, a través de sus propios escritos y de jugosas anécdotas recopiladas por el autor. Faludy propone un verdadero viaje en el tiempo en el que conoceremos varios países europeos, asistiremos a acontecimientos políticos y religiosos de primer orden, y nos encontraremos tanto con el erudito como con el hombre de la calle de un Renacimiento del que Faludy era un apasionado estudioso, lo que se plasma perfectamente en su relato vívido y evocador.

Sin embargo, Faludy es conocido sobre todo por su libro autobiográfico: My happy days in Hell, del que acabo de leer su traducción castellana, a cargo del mencionado Alfonso Martínez Galilea. Es un libro inteligente, divertido y provocador, una lectura recomendable por muchos motivos, aunque ahora solo haré alusión a algunos contenidos relacionados con la temática de este blog.

Por su formación, lecturas e intereses, podríamos considerar a Faludy un humanista del siglo XX, y son varios los pasajes en que él mismo confiesa que le hubiera gustado vivir en la Edad Antigua o en su admirado Renacimiento, y se emociona al recrear: “los cielos serenos y azules de Homero, la sabiduría de Marco Aurelio, los idilios de Teócrito, los filósofos paseando por la stoa…”.

Aún es más, Faludy da testimonio de la importancia de la educación humanística en su vida y en las circunstancias de su tiempo, pues argumenta que “la penetración de la ideología [comunista en Hungría] era más profunda cuanto menor el conocimiento de las humanidades”. Por tanto agradece que sus conocimientos del mundo grecolatino le salvaran de abrazar ideologías irracionales, puesto que la filosofía en cierto modo le inmunizó contra ello.

Incluso en los momentos más difíciles de su cautiverio (que en cierto sentido recuerda al sufrido por Boecio), Faludy siguió sosteniendo que la formación clásica protege el alma, y tomó como referencia a Sócrates: “Porque en él había aprendido que ningún hombre puede identificarse con la ley y con la moral pública de su ciudad si su daimon interior no las aprueba (…) el daimon socrático no puede hacer otra cosa que negarse a aceptar los eslóganes sucesivos y contradictorios”.

En suma, entre otras muchas cosas, la obra de Faludy aporta interesantes reflexiones sobre la importancia de la educación humanística frente a una formación dirigida por ideologías económicas, políticas, patrióticas o religiosas.

No acabaré sin dedicar un par de líneas a la excelente traducción de la obra a cargo de mi tío Alfonso, que ha castellanizado la voz de Faludy de manera muy fluida, rica y coherente. El estilo de Faludy es original, complejo y contiene muchos matices, que no se pierden en una traducción castellana ágil y natural. El Faludy hispanohablante utiliza un vocabulario amplio y de gran riqueza, acorde con su época y formación, pero al mismo tiempo mantiene siempre un ritmo adecuado, y por así decirlo, suena muy bien.




viernes, 19 de diciembre de 2014

Educar o Fabricar (I): El ser humano como recurso y herramienta.




En ocasiones tengo la sensación de que nos estamos encaminando hacia una educación utilitarista que contempla a las personas como herramientas. Los currículos educativos exigen una especialización creciente con el fin de adaptarse a las necesidades del mercado laboral. Debido a ello, la educación tiende cada vez más a ocuparse únicamente de dotar al educando de habilidades y actitudes prácticas para desempeñar un puesto de trabajo en la sociedad contemporánea.

Hoy educamos ingenieros, economistas, químicos, bomberos, políticos, y toda una serie de profesionales y técnicos que tienen que superar algunas pruebas de contenidos o prácticas relacionadas con su oficio, pero a mi parecer, los programas educativos a menudo descuidan la formación humana.

Considero que resulta imprescindible educar a la persona que tiene que desempeñar esas profesiones: el individuo que va a ser policía, médico, mecánico o agricultor no debe conocer únicamente las bases de su oficio, sino desempeñarlo de forma responsable de acuerdo a unos valores determinados. Se trata ante todo, de formar a la persona que ejercerá una profesión.

Lamentablemente, las exigencias mercado laboral ejercen un proceso deshumanizador del trabajador, al que se considera un “recurso humano”, una cifra más en la vorágine de números que componen el beneficio empresarial. Ante este todopoderoso objetivo, las personas que trabajan importan únicamente en cuanto factores de producción, que pueden ser sustituidos o desechados según intereses estrictamente económicos.

No puede asumirse que los colegios y universidades corran el riesgo de acabar convirtiéndose en fábricas; y la educación, en un proceso fabril que moldee seres humanos en cadena. La educación exclusivamente técnica adiestra a la persona para que sea capaz de manejar máquinas, tecnología, o conocimientos apropiados para desempeñar un trabajo específico, sin importar lo que suceda en el resto de ámbitos de la vida: fabrica una herramienta (la persona) que utiliza otras herramientas (ordenadores, vehículos, idiomas, etc.), con un fin preciso y obligado.

Los vaivenes y necesidades del mercado laboral descalifican al trabajador incapaz de adaptarse a sus necesidades. Sucede con esto lo mismo que pasa cuando la tecnología se queda obsoleta: se tira y se reemplaza por otra más nueva. Así, si no se necesitan abogados, arquitectos, camioneros o jardineros, se prescinde de ellos o se sustituyen por “repuestos” más acordes con las cambiantes circunstancias de nuestro mundo moderno.

Ello lleva a plantearse algunas preguntas: ¿somos los humanos desechables?, ¿se espera que nos comportemos como autómatas?, ¿se nos considera meramente como productos o como consumidores de productos?

Ante estos y otros interrogantes, la única salida posible es desarrollar una educación integral, que forme a la persona sin tener en cuenta exclusivamente las necesidades de una sociedad determinada, sino que incorpore también la adquisición de unos valores y actitudes vitales adecuadas para todo tiempo y lugar. Me refiero a un tipo de educación capaz de formar personas autónomas, con capacidad de aprendizaje autodidacta, con una gran dosis de sentido común, dotadas de sensibilidad, con capacidad crítica consigo mismas y con su entorno, autoexigentes y con objetivos personales, etc. En suma, personas preparadas para afrontar las vicisitudes que se encuentren en el camino, flexibles y adaptables a diversos modos de vida y circunstancias laborales.

De ello trataré en la siguiente entrada, en la que defenderé la importancia de las Humanidades para la formación personal.