martes, 29 de abril de 2014

Entre riqueza y necesidad (II)



La austeridad es un concepto denostado en el marco económico actual, aunque a mi parecer tiene connotaciones positivas como la sencillez, la sobriedad, o la ausencia de ostentación. Lo cierto es que fue una cualidad muy valorada por los griegos y los romanos, siendo especialmente apreciada entre las personalidades públicas y en todos aquellos (intelectuales, políticos, militares, etc.) que por ejercer algún cargo importante o por su especial relevancia social podían servir como referente colectivo.
Consecuentemente, son muchas las anécdotas de griegos y romanos que hicieron gala de un carácter austero. Por ejemplo, en sus Meditaciones, el emperador Marco Aurelio agradece a su madre haberle enseñado a evitar el modo de vivir propio de los ricos. Este hecho resulta llamativo teniendo en cuenta que se trataba del hombre más poderoso del mundo, poseedor de los vastos recursos de su Imperio. Sin embargo, Marco Aurelio escogió vivir como un filósofo y un monarca comprometido con su tiempo, dando prioridad a sus deberes morales como gobernante y rechazando los excesos del estilo de vida aparejados a su posición social.
También el sabio Epicteto dejó testimonio de su independencia respecto a los bienes materiales, que consideraba una fuente de inestabilidad para el desarrollo personal:
“No tendré campos, no tendré vajilla de plata, ni buenos ganados, pero tampoco tengo necesidad de ello, mientras que tú, aunque poseas muchas cosas, tienes necesidad de otras. Quieras o no quieras, eres más pobre que yo (…) En realidad tienes necesidad de lo que no hay en ti: de equilibrio, de pensamiento conforme a naturaleza, de imperturbabilidad (…) Eso tengo en vez de vajillas de plata o de oro. Tú, de oro la vajilla; pero de barro el raciocinio, las opiniones, los sentimientos, los impulsos, los deseos (…) A ti te parece pequeño todo lo que tienes; a mí, todo lo mío grande. Tu ansia es insaciable; la mía está saciada”.
Otro personaje que escogió llevar un modo de vida humilde fue Diógenes “el cínico”. Se cuenta que caminaba descalzo, envuelto en una vieja capa y que solo tenía por vivienda una tinaja. Entre sus escasas posesiones se encontraba una escudilla que utilizaba para beber agua, de la que se deshizo al ver a un niño que bebía con sus manos en una fuente: “este muchacho me ha enseñado que todavía tengo cosas superfluas”, dijo al tirar su recipiente.
Otra historia cuenta que Alejandro Magno hizo una visita a Diógenes, que se encontraba sentado al aire libre, meditando mientras disfrutaba de la luz del sol. El soberano macedonio le preguntó si podía hacer algo por él, dándole a entender que le concedería cualquier cosa que le pidiera. Se dice que Diógenes  respondió que sí, que había una cosa que deseaba y que Alejandro podía concederle: “Querría pedirte que te apartes del sol, ese es mi único deseo en este momento”. Esta respuesta debió agradar tanto al monarca heleno que declaró: “Si no fuera Alejandro, me gustaría ser Diógenes”.
En definitiva, el desapego de los bienes materiales es un tópico habitual dentro de algunas corrientes del pensamiento antiguo que sostenían que cuantas más cosas posea una persona, menos se poseerá a sí misma. Por ello advertían de de la dependencia que ocasiona la ambición de incrementar continuamente las posesiones. Séneca dijo que: “Quien más disfruta de sus riquezas es aquel que menos necesita de ellas”, y Epicuro afirmaba que: “El que no considera lo que tiene como la riqueza más grande, es desdichado, aunque sea dueño del mundo”.
Así pues, se trata una vez más de la búsqueda de la moderación, de la vía media y del equilibrio que caracteriza a muchos pensadores grecolatinos. Y como en tantas otras ocasiones, estas enseñanzas encontraron su eco en intelectuales posteriores. Por ejemplo, Francisco de Quevedo, que fue plenamente consciente de que “poderoso caballero es don dinero”, empezó otro de sus poemas:
Quitar codicia, no añadir dinero,        
hace ricos los hombres….


martes, 15 de abril de 2014

Entre riqueza y necesidad

En cualquier época de la historia, las personas se han afanado en la consecución de bienes materiales: cabezas de ganado, campos de cultivo, objetos de uso cotidiano,  productos de lujo, etc. En suma, todo aquello que sirve para cubrir las necesidades humanas, desde las más básicas (alimento, vestido, cobijo, salud), hasta las más refinadas (ocio, prestigio, posición e influencia social). Son pues muchos los fines para los que puede usarse la riqueza, que ofrece innumerables posibilidades a quienes la poseen.
Pero si bien este es un hecho recurrente desde las primeras comunidades humanas, recientemente ha experimentado una importante intensificación. Vivimos en un mundo en que la mentalidad capitalista ansía convertirlo todo en mercancía, llegando a equiparar el éxito en la vida e incluso la felicidad del individuo con su capacidad económica y la acumulación de todo tipo de bienes. Tenemos ante nosotros una infinita variedad de servicios y artículos a la venta, muchos de los cuales pueden ser beneficiosos para el comprador, al que proporcionarán alguna utilidad o satisfacción más o menos evidente.
El problema estriba en el continuo acrecentamiento de las “necesidades” de los consumidores: la economía de mercado se autoalimenta mediante la creación incesante de novedosos estímulos comerciales. La constante aparición de nuevas mercaderías tiene un efecto positivo en cuanto posibilite mejorar la calidad de vida de las personas y no conlleve aparejados perjuicios de tipo social, medioambiental, o de otra índole. Sin embargo, sería deseable educar a los ciudadanos en hábitos de consumo, para que lo lleven a cabo de manera consciente y comprometida. Frente a la omnipresencia publicitaria del “comprar más” debería insistirse en “comprar mejor”.  
Ello serviría al propósito de no reducir a la persona a ser mero usuario de productos, cliente de experiencias y espectador de la vida. Pienso que racionalizar el uso del dinero y efectuar un consumo coherente redundaría en un aumento de nuestra autonomía y capacidad de decisión; en una mayor libertad, bien entendida.
En resumen, la riqueza proporciona al ser humano un abanico casi infinito de posibilidades. El dinero es una herramienta muy útil que amplía opciones y facilita el día a día. Pero nunca debe convertirse en la única o más importante aspiración vital. Podríamos considerarlo un medio que contribuye a la construcción de la felicidad o a la realización personal, pero jamás servirá para reemplazar lo que verdaderamente define a un ser humano: su carácter y sus acciones.
El dinero no corrige los defectos, no agudiza la inteligencia, ni mejora la educación. De hecho, una persona bien formada apreciará  mejor sus posibilidades. En este sentido, lo realmente importante es el uso que podemos hacer de él: Cicerón dejó escrito que la mayor ventaja que tiene la riqueza es que proporciona la oportunidad de hacer el bien, que prefería a un hombre carente de riqueza que a un rico carente de humanidad, y advirtió que no solamente la fortuna es ciega, sino que frecuentemente, vuelve ciegos a aquellos que abraza.
Así, como contrapunto al consumismo compulsivo y las insatisfacciones  que genera un modo de vida regido por la avidez económica, en la próxima entrada se ofrecerán algunos ejemplos  de personajes del mundo antiguo que mostraron indiferencia, rechazo, o incluso desprecio frente a la riqueza.




martes, 1 de abril de 2014

Migajas de estoicismo

El estoicismo es una doctrina filosófica que sostiene que para alcanzar la felicidad, el ser humano precisa tener un control supremo sobre su personalidad. Aspira por tanto a la formación de un carácter tan fuerte que tenga potestad sobre todas las circunstancias de la vida, y al que no afecte nada que provenga del exterior. En palabras de Zenón de Citio, se trata de que el pensamiento sea más fuerte que la materia, y la voluntad más poderosa que el sufrimiento físico o moral.
Del sabio estoico se espera que actúe con serenidad e imperturbabilidad sea cual sea su realidad vital: no deben afectarle la pobreza o la riqueza; el honor o la infamia; la salud o la enfermedad; el éxito o el fracaso. Para el buen estoico, todo esto constituyen accidentes ajenos a su persona, que se escapan de lo único que realmente puede controlar: su propio carácter.
Mediante el absoluto dominio de sí mismo, el estoico espera llegar a la ataraxia, un estado de ánimo impasible ante las adversidades de la vida. Se trata de lograr la calma pese a cualquier infortunio. El filósofo sabe que va a sufrir y a morir, pero sigue creyendo que puede elegir su actitud ante la desgracia. Dice Epicteto:
He de morir. ¿Acaso ha de ser gimiendo? Ser llevado a prisión. ¿Acaso ha de ser lamentándome? Ser exiliado. ¿Habrá quien me impida hacerlo riendo, de buen humor y tranquilo?
Cualquier lector puede advertir la dificultad que conlleva alcanzar este ideal. Somos humanos, somos sensibles, y las circunstancias de la vida nos afectan profundamente. Descartamos por el momento la posibilidad de afrontar con serenidad los grandes problemas de la existencia. Pero podemos intentar beneficiarnos de un talante estoico para las pequeñas dificultades y contrariedades que surgen cada día, dando una importancia relativa a las cosas, y no sintiendo angustia, ira o tristeza por los acontecimientos adversos de escasa importancia.
Como dijo el ilustre Epicteto: “Hay que empezar por las cosas pequeñas: se vierte el aceite, te roban el vino… Responde que por ese precio no vendes tu impasibilidad e imperturbabilidad”.
En consecuencia, si consideramos que la tranquilidad y el sosiego son deseables para la persona, llevemos en mente la frase de Epicteto e intentemos no alterar el buen ánimo por nimiedades y perder nuestra compostura ante cualquier contratiempo: seamos capaces de decidir qué sucesos deben perturbar nuestra paz interior y cuáles no.
Responda pues cada cual consigo mismo a la pregunta planteada por Epicteto: ¿A qué precio vendo mi buen humor y mi felicidad?
¿Será suficiente una leve pérdida material o afectiva (un poco de dinero, algún objeto u objetivo que poseemos o codiciamos, un problema laboral o en nuestro entorno, etc.) para que perdamos, aunque sea momentáneamente el bienestar y la alegría?
En suma: ¿Qué valor concedo a sentirme bien cada instante?, ¿Debo permitir que un hecho negativo condicione mi estado anímico?, ¿Puedo decidir mi forma de hacer frente a los acontecimientos?