No son los mejores tiempos para
la política, o más bien parece que esta situación lleva durando varios siglos. Voltaire
escribió que “político” significaba originalmente “ciudadano”, pero que en su tiempo la palabra se había transformado hasta llegar
a significar “el que engaña a los ciudadanos”.
Actualmente, cada día se
acrecienta la nómina de políticos que se ven salpicados por escándalos de
corrupción, desvío de fondos públicos, sobresueldos y cobros ilícitos, malversación,
etc. El problema es realmente grave: en España hay abiertas casi 1.700 causas por
corrupción, con más de 500 imputados, pero hasta el momento sólo una veintena cumplen condena por estos delitos.
Indigna la aparente impunidad judicial
de la que disfrutan estos delincuentes. Habría que replantearse la manera de afrontar
el tema, puesto que las cantidades necesarias para constituir un delito fiscal
son muy elevadas, los procesos son sumamente lentos y de una manera o de otra,
los responsables del expolio del estado suelen acabar absueltos o recibiendo
penas irrisorias.
Asquea y avergüenza a partes
iguales que entre los implicados en estos turbios asuntos apenas se producen
dimisiones, por no hablar de arrepentimiento o reconocimiento de culpa. Es más,
algunos de los “presuntos” criminales tienen el atrevimiento de mentir a los
ciudadanos a la cara, negando la evidencia desvergonzadamente e intentando
engañar una vez más a las personas a quienes ya han traicionado la confianza.
Lo peor es que no se trata de un
hecho que afecte a individuos aislados. La cosa va más lejos, puesto que en
lugar de recibir el rechazo y desprecio de sus propias formaciones políticas, el
temor a sufrir un descalabro electoral hace que de ordinario se les encubra, se
les justifica, se les disimula y eufemiza. De esta forma son muchos los compañeros
de partido que se hacen cómplices del delito.
Frente a esta lamentable situación,
quisiera contraponer un ideal moral de quienes ocupan cargos públicos que fue
ensalzado por griegos y romanos. Para ello voy a servirme de tres citas de
Cicerón, que bien pudieran resumir el pensamiento del mundo clásico sobre el
tema:
- La cosa más importante en los cargos públicos es que eviten levantar incluso la sospecha de avaricia.
Es momento de que la política se
ejerza por vocación, no por ánimo de lucro; que se ejerza con trasparencia; que
se deje clara la voluntad de servicio público; y que los políticos se comprometan
a no abusar de sus cargos en beneficio propio.
- Lucrarse con el estado no sólo es inmoral; es criminal, una infamia.
Es hora de castigar con toda
severidad a los infractores: el desfalco de fondos públicos es un agravio a la ciudadanía
y revela una absoluta falta de ética. Consecuentemente, convendría aumentar las
sanciones penales de este tipo de delitos. A ello debiera sumarse un rotundo descrédito
social y la exigencia de que quienes se aprovechan de su puesto para delinquir sean
expulsados de la política.
- La primera obligación del que sirve a la administración del estado debe ser que los ciudadanos no sufran ninguna disminución de sus propiedades.
Frecuentemente nuestros
representantes hacen caso omiso de esta máxima y anteponen intereses
particulares a los comunitarios. Pero somos los ciudadanos los que pagamos por
los malos actos de los gobernantes. Se calcula que el coste social de la
corrupción en España en 2013 fue de 40.000 millones de euros, enorme cantidad
que sale de los bolsillos ya casi vacíos de los contribuyentes.
Por último, desde el punto de
vista ético, el ejemplo que estas acciones ofrecen es deplorable. Idealmente
los cargos públicos debieran ser referentes de conducta y hacer gala de un
comportamiento modélico. La realidad es que en muchas ocasiones hacen justamente
lo contrario.
En definitiva, todo lo dicho
podría resumirse en una frase que responde al clamor popular:
¡Queremos políticos honestos y
los queremos ya!