jueves, 29 de mayo de 2014

La honestidad de los cargos públicos


No son los mejores tiempos para la política, o más bien parece que esta situación lleva durando varios siglos. Voltaire escribió que “político” significaba originalmente “ciudadano”, pero que en su tiempo la palabra se había transformado hasta llegar a significar “el que engaña a los ciudadanos”.

Actualmente, cada día se acrecienta la nómina de políticos que se ven salpicados por escándalos de corrupción, desvío de fondos públicos, sobresueldos y cobros ilícitos, malversación, etc. El problema es realmente grave: en España hay abiertas casi 1.700 causas por corrupción, con más de 500 imputados, pero hasta el momento sólo una veintena cumplen condena por estos delitos.

Indigna la aparente impunidad judicial de la que disfrutan estos delincuentes. Habría que replantearse la manera de afrontar el tema, puesto que las cantidades necesarias para constituir un delito fiscal son muy elevadas, los procesos son sumamente lentos y de una manera o de otra, los responsables del expolio del estado suelen acabar absueltos o recibiendo penas irrisorias.

Asquea y avergüenza a partes iguales que entre los implicados en estos turbios asuntos apenas se producen dimisiones, por no hablar de arrepentimiento o reconocimiento de culpa. Es más, algunos de los “presuntos” criminales tienen el atrevimiento de mentir a los ciudadanos a la cara, negando la evidencia desvergonzadamente e intentando engañar una vez más a las personas a quienes ya han traicionado la confianza.

Lo peor es que no se trata de un hecho que afecte a individuos aislados. La cosa va más lejos, puesto que en lugar de recibir el rechazo y desprecio de sus propias formaciones políticas, el temor a sufrir un descalabro electoral hace que de ordinario se les encubra, se les justifica, se les disimula y eufemiza. De esta forma son muchos los compañeros de partido que se hacen cómplices del delito.

Frente a esta lamentable situación, quisiera contraponer un ideal moral de quienes ocupan cargos públicos que fue ensalzado por griegos y romanos. Para ello voy a servirme de tres citas de Cicerón, que bien pudieran resumir el pensamiento del mundo clásico sobre el tema:

  1. La cosa más importante en los cargos públicos es que eviten levantar incluso la sospecha de avaricia.
Es momento de que la política se ejerza por vocación, no por ánimo de lucro; que se ejerza con trasparencia; que se deje clara la voluntad de servicio público; y que los políticos se comprometan a no abusar de sus cargos en beneficio propio.

  1. Lucrarse con el estado no sólo es inmoral; es criminal, una infamia.
Es hora de castigar con toda severidad a los infractores: el desfalco de fondos públicos es un agravio a la ciudadanía y revela una absoluta falta de ética. Consecuentemente, convendría aumentar las sanciones penales de este tipo de delitos. A ello debiera sumarse un rotundo descrédito social y la exigencia de que quienes se aprovechan de su puesto para delinquir sean expulsados de la política.

  1. La primera obligación del que sirve a la administración del estado debe ser que los ciudadanos no sufran ninguna disminución de sus propiedades.
Frecuentemente nuestros representantes hacen caso omiso de esta máxima y anteponen intereses particulares a los comunitarios. Pero somos los ciudadanos los que pagamos por los malos actos de los gobernantes. Se calcula que el coste social de la corrupción en España en 2013 fue de 40.000 millones de euros, enorme cantidad que sale de los bolsillos ya casi vacíos de los contribuyentes.

Por último, desde el punto de vista ético, el ejemplo que estas acciones ofrecen es deplorable. Idealmente los cargos públicos debieran ser referentes de conducta y hacer gala de un comportamiento modélico. La realidad es que en muchas ocasiones hacen justamente lo contrario.

En definitiva, todo lo dicho podría resumirse en una frase que responde al clamor popular:

¡Queremos políticos honestos y los queremos ya! 


domingo, 11 de mayo de 2014

El punto de Alcibíades



Cuando viajo en avión, me gusta observar la Tierra durante el vuelo. Desde cierta altura se tiene un punto de vista privilegiado y se ven las cosas con una perspectiva distinta, con un enfoque diferente al que tenemos cotidianamente, a ras de suelo. 

Mirando hacia abajo, los campos y ciudades, los barrios y urbanizaciones, las casas y los vehículos se ven de un tamaño minúsculo, llegando a asemejarse a una maqueta, a una especie de hormiguero en el que la actividad de sus diminutos habitantes, en constante movimiento, parece casi un tablero de juego. Visto desde la distancia,  todo lo que somos y tenemos adopta un valor más relativo. Conforme nos alejamos, las personas y su entorno se ven muy pequeñas en contraste con la inmensidad del espacio alrededor. 

Sumido en estos pensamientos me vino a la mente una anécdota proveniente de la Antigüedad, que creo recodar estaba protagonizada por Sócrates y Alcibíades. Alcibíades era un joven de cualidades extraordinarias: era muy atractivo, extremadamente inteligente, tenía una personalidad carismática y provenía de una familia noble y rica. Un día Sócrates escuchó a Alcibíades presumir desmedidamente ante un grupo de amigos de una finca que poseía a las afueras de Atenas: se enorgullecía de poseer una amplia mansión, dotada de todas las comodidades (baños, gimnasio, biblioteca) y rodeada de un espacioso jardín con diversos tipos de árboles, plantas, estanques, fuentes, etc.

Sócrates pensó que se le había presentado una buena ocasión para dialogar con Alcibíades sobre el valor de humildad, así que después de pedirle que describiera con todo detalle sus posesiones, le dijo que le acompañara a los archivos de la ciudad. Llegaron así a una sala que contenía un gran número de mapas. Sócrates se acercó a uno de ellos, que representaba la península del Ática, donde se encuentra Atenas. Entonces le dijo a Alcibíades: -¿podrías mostrarme dónde se encuentran tus maravillosos terrenos?- El joven, lleno de orgullo, se acercó al mapa y señaló un pequeño punto, no más grande que la yema de su dedo.

-Muy bien-, dijo Sócrates, llegando hasta otro mapa que representaba el conjunto de Grecia -¿Y en este otro mapa, podrías situar tu casa?- El joven, algo desconcertado, señaló en la gran tabla un punto minúsculo.

Sonriendo, Sócrates se acercó a un tercer mapa, que mostraba todo el Mediterráneo conocido por los griegos, desde las costas de Hispania hasta las polis de Asia Menor. -Por favor, Alcibíades -le dijo- ¿serías tan amable de indicarme qué lugar de este mapa ocupa tu fastuosa residencia?

Alcibíades se acercó al extenso plano, observando con admiración el trabajo de los cartógrafos. Ante sus ojos se extendía un vasto mar rodeado de extensas tierras y salpicado de islas. Con mucho interés estuvo largo rato mirando los grandes desiertos y bosques, las decenas de populosas ciudades, las altas cordilleras montañosas, los larguísimos ríos, la aparente infinidad de lugares lejanos y prácticamente desconocidos. Al contemplar tanta grandeza y diversidad, Alcibíades quedó sobrecogido. En esos momentos se dio cuenta de que el mundo era un lugar increíble: lleno de maravillas por descubrir, con espectaculares paisajes que aún no había visto,  con multitud de pueblos y culturas muy diferentes, pero  conformados por personas como él. 

Así, Alcibíades comprendió que su propia belleza, su inteligencia y todas sus posesiones suponían únicamente un punto minúsculo de un vasto y hermosísimo escenario. A partir de este momento, le quedó grabada la certeza de que él y todo lo suyo formaban parte de un fascinante conjunto ante cuya inmensidad cualquier ser humano es solamente un humilde y pasajero fragmento. Desde entonces, Alcibíades no repitió el error de considerarse el centro del universo, ni volvió a alardear de sus riquezas, pero al mismo tiempo aprendió a disfrutar más que nunca de sí mismo y de sus bienes.