La práctica pedagógica
grecolatina, y su heredera, la educación humanística surgida en el
Renacimiento, son realidades complejas e imposibles de abordar en una
entrada de blog. Por ello, aquí voy a referirme únicamente a uno de sus
componentes esenciales: el valor que concedían a la palabra.
Ambas culturas desarrollaron una
educación basada en la palabra, que fue el motor de su pedagogía. Los antiguos griegos
entendieron como pocos las posibilidades formativas que tiene el diálogo, la
transmisión de saberes y valores a través del discurso racional. Por ello, su
práctica docente y su concepción de la enseñanza y el aprendizaje giraban en
torno al dominio del lenguaje escrito y hablado. Los jóvenes griegos se
educaban usando sus ojos, sus voces, sus manos y sus oídos: leyendo, hablando, escribiendo y escuchando. Es decir, estando en contacto permanente con
las palabras.
Esta confianza en el valor
educativo del diálogo y de la literatura fue asimilada por los romanos, quienes
a semejanza de los griegos se educaron con poesías, relatos, sentencias y
declamaciones. Como resultado de este proceso formativo, se esperaba que los
educandos aprendieran a servirse con propiedad de los múltiples recursos y utilidades
que el lenguaje puede proporcionar.
Para el gran maestro romano Marco
Fabio Quintiliano, ninguna cosa distinguía más al ser humano de los demás seres
vivos que el lenguaje, y por lo tanto en la educación de las
personas, recomendó dedicarse incesantemente a su uso y perfeccionamiento.
De acuerdo con Quintiliano, también a mi
parecer nunca podrá reivindicarse en exceso la importancia de
la palabra y del diálogo en la educación. Así que les dejo con el
testimonio de un pedagogo brasileño que siempre concedió al uso de la palabra
un lugar prominente en sus escritos y en su docencia.
Bien pensado, la educación debe gravitar en torno a la palabra. De hecho, creo que el profesor debería ser ante todo un amante del lenguaje, porque ese amor es sin duda el presupuesto del dominio de cualquier disciplina. Pero no sólo el profesor; también los políticos, los educadores, en general, habrían de cuidar y alimentar el buen uso de la palabra. En este sentido, creo que un error (provocado) de nuestra educación es instrumentalizar la palabra, es decir, valorarla en cuanto un medio o herramienta, no como un fin. Aplicaría en esto el imperativo kantiano: "enseña de forma que no trates a la palabra como un medio, sino como un fin en sí mismo, como objeto de respeto y cuidado máximos." Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu aportación David, veo que en este sentido los planteamientos de Kant son similares a los de los pedagogos clásicos.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por tu interesante comentario.